Metonimia salvaje
Esa tarde, Bruselas miraba al piso aburrido, odiando en silencio a su jefe que lo hacía ir de un lado a otro de la ciudad (Bruselas era cadete), cuando encontró una billetera huérfana, pispeó enseguida que nadie lo viera y en un rápido movimiento la guardó en su bolso. Después de bajar en 9 de Julio, revisó el objeto encontrado y se puso contento al descubrir catorce pesos. Decidió agasajarse: café con leche con medialunas en una confitería.
Mientras esperaba que lo atendieran, analizó con detenimiento lo hallado: Nélida Eleonora Pérez de Cevasco; Libreta Cívica 4.426.823; fecha de nacimiento 7 de octubre de 1931; casada con el señor Armando Cevasco; foto carnet del señor Cevasco cuando era joven; papelito con un número de teléfono; billete de un dólar doblado en cuatro; otro papelito que decía Doctor Zuletti. Nada más. Cuando volvió a la oficina no hizo ningún comentario. Tampoco en la facultad (estudiaba ciencias de la comunicación).
Llegó de noche a su departamento y dejó la billetera en la mesita de luz, donde permaneció durante más de dos semanas, hasta que un sábado la redescubrió y lamentó no haberse movilizado para devolverla a su dueña. Supuso que la señora Pérez de Cevasco ya habría denunciado la pérdida, por lo que cualquier acción hubiera estado de más. Mejor así, pensó mientras revisaba otra vez los papeles, y entonces recordó una película en la que el protagonista era un falsificador de pasaportes que vendía su trabajo a delincuentes. ¿Cuánto podría conseguir por los documentos de esa vieja? Imaginó a una integrante del Cartel de Medellín cruzando la Triple Frontera. Desechó la idea con media sonrisa. No obstante, Abel Bruselas sintió que esa billetera le serviría para algo. Era el comienzo: no faltaba mucho para aparecer por primera vez en las páginas culturales de los diarios.
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“Documentos por favor”, el primer poemario de Abel Bruselas se publicó gracias a una beca de la Fundación Guggenheim. Se trataba de un macizo libro objeto de 50 x 70, en el que la poesía se combinaba con fotos de documentos y billeteras, bajo una cuidada edición gráfica.
“La identidad cobra el cuerpo de una billetera. Secuelas de un pasado horroroso que persiste en el tiempo. Bruselas logra articular el presente con la mirada puesta sobre algunas configuraciones ejemplares”, decía la reseña del suplemento Babelia del diario español El País.
“Durante la dictadura se afirmaba que la cédula de identidad ya era parte del cuerpo de los argentinos. Treinta años más tarde, un joven artista se enfrenta a la necesaria tarea de diseccionar esa unión. Metonimia salvaje de un país en vías de descomposición, las billeteras se lucen como metáfora del empobrecimiento colectivo, como sombras de un vidrio esmerilado que se estalla ante los ojos ciegos de un lector sorprendido y sin reacción”, señaló el diario Página 12.
Cuando se publicó “Documentos por favor”, Bruselas ya no era aquel cadete inconstante que tomaba café con leche con medialunas y vagaba por las aulas de la Universidad de Buenos Aires con unos jeans descuidados y un pulovercito azul. Para ese entonces, el artista conceptual de renombre vivía en un caserón reciclado en San Telmo, tenía un contestador automático bilingüe, anteojos de enorme armazón, pantalones de lino, alpargatas, pulserita, novia vegetariana, todo muy Guggenheim, mucha intertextualidad y mucho posmodernismo. También, por supuesto, tenía algún que otro enemigo. Nada importante: envidia y celos, ya se sabe cómo es ese ambiente. Que estaba tan obsesionado por las billeteras porque lo único que le importaba era la guita, que en su poemas había menos ideas que en un libro de Beneddetti, que coimeaba a los críticos, en fin, comentarios maliciosos que se decían por lo bajo en los cócteles. El precio que se debe pagar por haber llegado tan alto en tan poco tiempo.
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Hay gente afortunada, gente que nace con buena estrella y puede trocar una vida sin perspectivas por un destino de fama y éxitos. Es verdad, son pocos los casos, pero indefectiblemente alguien se encargará de resaltarlos. Siempre hay un conocido de un amigo al que se le ocurrió abrir un parripollo en Recoleta y ahora es empresario multimillonario. Siempre hay una prima lejana a la que un productor vio caminando por la calle y ahora es una de las actrices más cotizadas de Hollywood. Siempre hay un vecino de una cuñada que hizo una grabación casera con sus canciones, contactó a un productor y ahora llena el Luna Park y se queja de la piratería.
Hay gente que fue tocada por una varita mágica, a la que una idea o un hecho casual les torcerá el rumbo. Aquella tarde en la que Abel Bruselas se encontró una billetera con catorce pesos y un dólar en la estación Ángel Gallardo del subte línea B, nunca podría haber imaginado que ese dinero se convertiría en la llave para una abultada cuenta bancaria en Suiza. La cuestión es que un sábado Bruselas sintió que el objeto encontrado le serviría para algo y lo guardó en el bolsillo izquierdo de su jean gastado. Durante algunas semanas anduvo con dos billeteras en el pantalón, hasta que una vez tuvo que dejar unos sobres en un restaurant multiespacio cultural en Palermo Viejo (Bruselas era cadete) y se le ocurrió que podría ingresar en el mundo del arte.
Contactó al dueño del lugar, un ex publicista que había invertido sus ahorros en la iniciativa y le propuso una muestra sobre billeteras, algo así como un Museo del Carterista que ocuparía la pared izquierda hasta llegar a los baños. Contra lo que pensaba, al hombre le encantó la idea y lo alentó para llevarla a cabo. En una semana, Bruselas consiguió que familiares y amigos le prestaran billeteras, documentos y carnets y montó su primera instalación. Para ese entonces seguía siendo cadete, pero en sus ratos libres se consideraba artista conceptual.
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El Museo del Carterista no había tenido gran repercusión en la prensa especializada, apenas alguna reseña aislada y no mucho más. Pero evidentemente el destino de Abel Bruselas estaba tocado por una varita mágica y una tarde Yoko Ono, de paso por Buenos Aires para presentar una muestra de pintura, mientras caminaba con un crítico de The New York Times que estaba trabajando en un amplio reportaje sobre su vida, se le dio por comer una ensalada, preguntó por un restaurant y le contestaron que en la esquina había uno. La viuda de John Lennon quedó fascinada con el lugar, con la ensalada de rúcula y albahaca y, particularmente, con la obra del joven artista argentino.
El prestigioso diario neoyorquino publicó un elogioso comentario en su suplemento cultural, lo que provocó que otros medios nacionales e internacionales se interesaran en el asunto y que llegaran pedidos de más de veinte museos para poder exhibir el trabajo. Apenas tuvo listo su pasaporte, Abel Bruselas renunció a su empleo, a la facultad, se compró ropa y comenzó a viajar con su muestra por distintos lugares del mundo.
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Gracias a la recomendación del crítico de The New York Times, Bruselas obtuvo la beca Guggenheim para montar su segunda instalación titulada “Cinco pal peso”, compuesta principalmente por monederos y portadocumentos. Después vendría el libro de poesía “Documentos por favor” y la muestra “Plástico”, integrada por tarjetas de crédito y carnets de obras sociales. En ese momento, la obra de Bruselas ya exhibía cierto agotamiento. Los críticos lo advirtieron primero con timidez y luego con la saña habitual.
La carrera del ya no tan joven artista parecía acabada. Si no hacía algo pronto, Bruselas se convertiría en otro producto pop con fecha de vencimiento. El ex cadete debía dar una vuelta de página a su vida. Y eso hizo literalmente una tarde en la que disfrutaba de un té de hierbas en una selecta confitería de Recoleta, mientras leía el diario. Dio vuelta la página y se encontró con un aviso fúnebre que lo sorprendió: “Nélida E. Pérez de Cevasco (q.e.p.d.) Falleció 18/8/06. Su esposo Armando, su hermana Clelia y sus sobrinos, Víctor y Hugo participan con pesar su fallecimiento e invitan a acompañar sus restos al cementerio de la Chacarita”.
Abel Bruselas esbozó una sonrisa posmoderna, comprobó que tenía las dos billeteras en el pantalón, pagó con diez dólares y volvió a su caserón en San Telmo, donde inmediatamente comenzó a trabajar en “Museo de la Muerte”, la instalación con la que se consagraría definitivamente.