jueves, abril 28, 2005 

Trenes rigurosamente vigilados

Tienen buena comunicación, van al gimnasio, hablan de la última de David Lynch. Los sábados desayunan leyendo el diario. Dicen mi pareja, cumplen 32, descubren restaurants. No quieren rollos, nunca gritos, presentan proyectos, trabajan en equipo. Escuchan ofertas, mantienen el misterio, se reservan la última palabra. Andan en bici, bailan flamenco, se fuman un canuto.

Los jueves ellas salen con las chicas. Los domingos, ellos fútbol. Cada uno respeta el espacio del otro. Piensan que el amor se debe construir día a día. Vacaciones en el sur, fin de semana en Colonia. Quedan “embarazados”. Sus hijos se llaman Gerónimo o Dulcinea. Se mudan a un PH. Salen con parejas amigas. Odian el sexo burocrático, alimentan la pasión. Comentan proverbios zen con el chino del mercadito.

Usan boinas, se rapan la cabeza. Viajan en trenes rigurosamente vigilados. Suben las escaleras de dos en dos. No quieren que nada los sorprenda. No descartan la posibilidad. Tienen amor propio. Discuten civilizadamente, intercambian opiniones. Se duermen tardísimo, siempre tienen a mano una botella de vino tinto. Se jactan de la amistad con un escultor catalán al que conocieron en Marsella. Les gusta sacar fotos. Algunas veces permanecen callados por un rato.

Ya no saben qué inventar.



 

La homeopatía y yo

Cuando escucho que alguien se atiende con un homeópata, me viene a la mente alguno de esos tipos con mirada de vidrio y buenos modales, que parece que van a la iglesia todos los domingos, pero que al final se despachan con que son asesinos en serie o terroristas.

No sé por qué relaciono a los homeópatas con los psicópatas. Supongo que debe ser por el encandilamiento que suelen provocar, por el fervor con el que la gente adopta esas pastillas llamadas ridículamente globulitos, que se toman como si fueran una droga mágica que resuelve todos los problemas, o tal vez simplemente crea que estos seres forman parte de una logia secreta, una secta terrorista fanático religiosa que planea dominar el mundo con sus medicamentos cien por ciento naturales.

-Lo que pasa es que estás viendo todo desde el punto de vista alópata. –suele decir mi amigo G, ultra fanático radicalizado que practica yoga, no come carne, hace reiki y se va de vacaciones al Cerro Uritorco – No seas prejuicioso. La homeopatía es una elección de vida. Va más allá de tomar un remedio. Se trata de estar conectado con la naturaleza.

Alópata.

Cada vez que me dicen así, me siento humillado de la misma forma que cuando me tildaban de ”burgués” en la facultad. Aunque, pensándolo bien, la comparación no es alocada. Homeópatas y trostkistas tienen más puntos en común de lo que suele parecer. Unos y otros siguen a rajatabla la consigna de “cuanto peor, mejor”. Los tratamientos homeopáticos consisten en exagerar todas las reacciones hasta que finalmente desaparece la enfermedad.

Me explico con un ejemplo. Supongamos que una nena tiene 37 grados de fiebre. Su médico homeópata la revisa y le dice con su impostada voz dulce que no debe tomar ni una mísera aspirina. Con el correr de las horas, la criatura pasa a tener 41 grados y delirios que la llevan a hablar en arameo. Sin embargo, apenas cinco segundos antes de la muerte, el tratamiento habrá logrado su efecto y la niña volverá a estar rozagante para jugar con sus muñecas.

-A veces es necesario un brote para sacar todo lo que uno va incubando. No es bueno quedarse con cosas adentro. –razona G y yo le explico que siguiendo ese pensamiento para salvar al mundo de la violencia, hay que hacer estallar la bomba atómica.

-No seas exagerado. El problema es que la nena se atendió cuando ya estaba mal. Pero si lleva un buen tratamiento, nunca se va a enfermar.

-¿Pero si no está enferma para qué quiere seguir un tratamiento?

Aquí es donde G. sigue hablando en un tono cuidadosamente relajado y yo me pierdo en su mirada tratando de descubrir una fisura en el discurso, una señal de que tengo razón. Pero no. Sus ojos viran al verde metálico de un androide y yo me veo posición de loto, imaginándome un río, una casa, un perro. Sueño que estoy tomando una pastilla y viajo al Tibet, en donde me encuentro con un duende llamado Hugo que me da un caramelo color rojo. Lo tomo y paso a estar atado en una cama de hospital.


Una enfermera me inyecta un líquido y dice que nunca podré huir. Las paredes amenazan con aplastarme. Comienzo a sudar, mis manos se vuelven lechosas, tengo frío. Un hombre quiere hablar, pero la enfermera le coloca un bozal y le pega con un látigo de tres puntas. Cierro los ojos para no verlo sufrir.

Mi amigo continúa con su monólogo. Bajo la mirada, rechazo sus pastillas y salgo corriendo tan fuerte como puedo. Respiro aire contaminado y me siento vivo. Luego tropiezo con algo. La enfermera se acerca.

miércoles, abril 27, 2005 

Amor e informática

Durante años fantaseé con la posibilidad de tener una computadora súper moderna. Todos los días soñaba con la cantidad de discos que podría grabar, con la música del mundo que estaría al alcance de la mano y la felicidad plena que conseguiría al comprar ese bendito aparato.

Un día, por fin, logré entrar en un plan de pagos digno del Tercer Reich y adquirí una máquina Pentium.

Fui feliz. Absolutamente feliz.

La primera semana grabé más de cincuenta cd´s. Cualquier cosa era digna de copiar. Desde Los Beatles a Nino Bravo; de Metallica al último jingle de Coca Cola. Casi no dormía. Pasaba las horas con los ojos rojos frente a la máquina. Apenas si me daba cuenta cuando salía el sol.

Con el tiempo fui bajando el ritmo de grabaciones y retomé mi vida normal. Hacía dos copias por semana y mas tarde, una o ninguna.
Siempre tenía otra ocupación, estaba cansado, daban una buena película en la tele, había mucho trabajo o me encontraba con un amigo al que no veía desde hace años.

La máquina no se quejaba, hasta que una vez, cuando quise grabar un disco de Ella Fitzgerald, ocurrió lo inesperado. Uno nunca se da cuenta de esas cosas, pero lo cierto era que a mi vieja Pentium se le había roto el disco rígido.

Y a mi, el corazón.

Entonces lloré y caminé sin rumbo bajo la lluvia. Todo me hacía recordarla: cada canción que habíamos grabado juntos, cada foto, cada mail, y por sobre todas las cosas, cada cuota que todavía llegaba a fin de mes con la tarjeta.

Mi vida no tenía sentido sin ella. Decidí, entonces, no comprar nunca más una computadora. Escribir a mano, no ver mails, no grabar discos, no cometer los mismos errores.

Y me emborraché en los peores tugurios, dejé de bañarme y de afeitarme, conocí el submundo de las drogas.

Pero siempre después de un invierno crudo, llega la primavera. La otra semana cuando cancelé el último pago del plan siniestro, sentí que lo peor había pasado. Ya podía abrirme de vuelta al mundo.

Ahora leo los avisos de Compumundo en el diario y se me acelera el pulso. Hay una máquina con grabadora de DVD´s. Y me está mirando. Lo juro...