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jueves, abril 28, 2005 

La homeopatía y yo

Cuando escucho que alguien se atiende con un homeópata, me viene a la mente alguno de esos tipos con mirada de vidrio y buenos modales, que parece que van a la iglesia todos los domingos, pero que al final se despachan con que son asesinos en serie o terroristas.

No sé por qué relaciono a los homeópatas con los psicópatas. Supongo que debe ser por el encandilamiento que suelen provocar, por el fervor con el que la gente adopta esas pastillas llamadas ridículamente globulitos, que se toman como si fueran una droga mágica que resuelve todos los problemas, o tal vez simplemente crea que estos seres forman parte de una logia secreta, una secta terrorista fanático religiosa que planea dominar el mundo con sus medicamentos cien por ciento naturales.

-Lo que pasa es que estás viendo todo desde el punto de vista alópata. –suele decir mi amigo G, ultra fanático radicalizado que practica yoga, no come carne, hace reiki y se va de vacaciones al Cerro Uritorco – No seas prejuicioso. La homeopatía es una elección de vida. Va más allá de tomar un remedio. Se trata de estar conectado con la naturaleza.

Alópata.

Cada vez que me dicen así, me siento humillado de la misma forma que cuando me tildaban de ”burgués” en la facultad. Aunque, pensándolo bien, la comparación no es alocada. Homeópatas y trostkistas tienen más puntos en común de lo que suele parecer. Unos y otros siguen a rajatabla la consigna de “cuanto peor, mejor”. Los tratamientos homeopáticos consisten en exagerar todas las reacciones hasta que finalmente desaparece la enfermedad.

Me explico con un ejemplo. Supongamos que una nena tiene 37 grados de fiebre. Su médico homeópata la revisa y le dice con su impostada voz dulce que no debe tomar ni una mísera aspirina. Con el correr de las horas, la criatura pasa a tener 41 grados y delirios que la llevan a hablar en arameo. Sin embargo, apenas cinco segundos antes de la muerte, el tratamiento habrá logrado su efecto y la niña volverá a estar rozagante para jugar con sus muñecas.

-A veces es necesario un brote para sacar todo lo que uno va incubando. No es bueno quedarse con cosas adentro. –razona G y yo le explico que siguiendo ese pensamiento para salvar al mundo de la violencia, hay que hacer estallar la bomba atómica.

-No seas exagerado. El problema es que la nena se atendió cuando ya estaba mal. Pero si lleva un buen tratamiento, nunca se va a enfermar.

-¿Pero si no está enferma para qué quiere seguir un tratamiento?

Aquí es donde G. sigue hablando en un tono cuidadosamente relajado y yo me pierdo en su mirada tratando de descubrir una fisura en el discurso, una señal de que tengo razón. Pero no. Sus ojos viran al verde metálico de un androide y yo me veo posición de loto, imaginándome un río, una casa, un perro. Sueño que estoy tomando una pastilla y viajo al Tibet, en donde me encuentro con un duende llamado Hugo que me da un caramelo color rojo. Lo tomo y paso a estar atado en una cama de hospital.


Una enfermera me inyecta un líquido y dice que nunca podré huir. Las paredes amenazan con aplastarme. Comienzo a sudar, mis manos se vuelven lechosas, tengo frío. Un hombre quiere hablar, pero la enfermera le coloca un bozal y le pega con un látigo de tres puntas. Cierro los ojos para no verlo sufrir.

Mi amigo continúa con su monólogo. Bajo la mirada, rechazo sus pastillas y salgo corriendo tan fuerte como puedo. Respiro aire contaminado y me siento vivo. Luego tropiezo con algo. La enfermera se acerca.

YO ME ATIENDO POR UN HOMEOPATA Y NO TOMO NINGUN GLOBULITO...ADEMAS...ESTOY MEJOR...IGUAL...TA BUENO.

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