Finales
Es difícil poner un punto a las cosas. Que lo digan sino los que no saben irse de un lugar. Los invitás a comer a tu casa y cuando son las doce de la noche agarran la campera y saludan a todo el mundo. Les abrís la puerta y ahí nomás te largan su problema existencial. Entonces uno debe escuchar su conflicto de vida o muerte en plena calle, cagado de frío, durante hora, hora y media. ¿Por qué no hablan antes? ¿Por qué esperan siempre a último momento?
Esa gente, por lo general, tampoco sabe terminar con el amor. Suele debatirse en eternas charlas acerca del nosotros, de la pareja, del te quiero pero, del te juro que voy a cambiar, del no sé qué me pasa, del todo va a ser muy diferente, del estoy solo, del te extraño. Ellos no dicen me separé, sino me estoy separando. Viven en crisis y añoran épocas en las que se quejaban tanto o más que ahora. Después de un tiempo, llega el día en el que deciden hacer terapia. Por suerte, gracias a Dios y a Freud, las cosas cambian y se los ve mejor. El problema, por supuesto, reaparece cuando quieren dejar al analista. ¿Cómo le digo? ¿Le dejo en claro que es una decisión tomada o abro un espacio para la discusión? Y la rueda vuelve a girar.
Los finales son momentos difíciles. Un mal final puede arruinar una buena obra. Como las películas hollywoodenses y sus previsibles remates. El protagonista parece que resuelve la situación, pero no: el malo reaparece una y otra vez, hasta que lo matan del todo y el muchachito se va con la chica, hacen un chiste tonto, música y títulos. Esos finales son asquerosos. Aunque peores son los de las películas asiáticas, donde están media hora callados y de repente uno le dice a otro: ”alcanzame la botella de agua”. Y ahí termina, eso es todo. Cuestión que uno tenga que pensar qué carajo quisieron decir.
Las fiestas también concluyen penosamente. Se puede notar la ausencia de una alegría que nunca fue del todo, escuchar el eco de conversaciones repetidas, chistes viejos, las mismas caras, la misma música. Es posible encontrar botellas vacías y personas vaciadas. Y lo más triste son las parejitas, que contrastan con el desencuentro del resto. Vendrían a ser como el infeliz que vive a la vuelta de tu casa y se gana la lotería. Para matarse.
Hay finales siniestros. Un día llegás al trabajo y no te dejan entrar. Otro, descubrís una traición. O alcanzás la desesperación, el dolor profundo. La agonía, sin dudas, es el peor final posible, macabro y horroroso. Pero hay finales felices y finales que te dejan pensando. Hay finales a toda orquesta y finales silenciosos. Hay finales con tres puntos y finales definitivos. A mi me gustan que tengan naturalidad. Que las cosas fluyan. Que no haya que forzarlos, que se den solos, que tengan vida propia.
En fin.
Esa gente, por lo general, tampoco sabe terminar con el amor. Suele debatirse en eternas charlas acerca del nosotros, de la pareja, del te quiero pero, del te juro que voy a cambiar, del no sé qué me pasa, del todo va a ser muy diferente, del estoy solo, del te extraño. Ellos no dicen me separé, sino me estoy separando. Viven en crisis y añoran épocas en las que se quejaban tanto o más que ahora. Después de un tiempo, llega el día en el que deciden hacer terapia. Por suerte, gracias a Dios y a Freud, las cosas cambian y se los ve mejor. El problema, por supuesto, reaparece cuando quieren dejar al analista. ¿Cómo le digo? ¿Le dejo en claro que es una decisión tomada o abro un espacio para la discusión? Y la rueda vuelve a girar.
Los finales son momentos difíciles. Un mal final puede arruinar una buena obra. Como las películas hollywoodenses y sus previsibles remates. El protagonista parece que resuelve la situación, pero no: el malo reaparece una y otra vez, hasta que lo matan del todo y el muchachito se va con la chica, hacen un chiste tonto, música y títulos. Esos finales son asquerosos. Aunque peores son los de las películas asiáticas, donde están media hora callados y de repente uno le dice a otro: ”alcanzame la botella de agua”. Y ahí termina, eso es todo. Cuestión que uno tenga que pensar qué carajo quisieron decir.
Las fiestas también concluyen penosamente. Se puede notar la ausencia de una alegría que nunca fue del todo, escuchar el eco de conversaciones repetidas, chistes viejos, las mismas caras, la misma música. Es posible encontrar botellas vacías y personas vaciadas. Y lo más triste son las parejitas, que contrastan con el desencuentro del resto. Vendrían a ser como el infeliz que vive a la vuelta de tu casa y se gana la lotería. Para matarse.
Hay finales siniestros. Un día llegás al trabajo y no te dejan entrar. Otro, descubrís una traición. O alcanzás la desesperación, el dolor profundo. La agonía, sin dudas, es el peor final posible, macabro y horroroso. Pero hay finales felices y finales que te dejan pensando. Hay finales a toda orquesta y finales silenciosos. Hay finales con tres puntos y finales definitivos. A mi me gustan que tengan naturalidad. Que las cosas fluyan. Que no haya que forzarlos, que se den solos, que tengan vida propia.
En fin.